¿Cuáles son las causas?
Si bien puede existir cierta predisposición genética y cada niño nace con su propio temperamento, circunstancias e historia previas, es decisiva la influencia educativa y psicosocial.
Por un lado, el cambio en el modelo laboral y social ha provocado que los padres tengamos menos tiempo para estar con nuestros hijos y en muchos casos, intentemos compensar la culpa que esto nos genera consintiéndoles y sobreprotegiéndoles más.
El aumento del poder adquisitivo de las familias ha favorecido, además, el ofrecer a los niños lujos y privilegios que los padres no tuvimos, pasando a concederles muchos derechos y pocas o ninguna obligación.
Tampoco ayuda la cultura actual de consumismo, hedonismo e inmediatez. Estas características dificultan que los chicos aprendan a tolerar la espera y a valorar el trabajo, el esfuerzo y la responsabilidad.
Otro factor desencadenante, crucial en estos cuadros, es la pérdida del principio de autoridad. El miedo de los padres a caer en el autoritarismo de sus propios padres, el confundir autoridad y autoritarismo, nos ha hecho caer en el extremo opuesto de la excesiva permisividad y el convertirnos en padres-amigos.
¿Cómo podemos prevenir o reeducar?
Poniendo normas y límites claros. Siendo coherentes con ellos y mostrándoles las consecuencias de sus actos y decisiones.
Diciéndoles NO más a menudo. Permitiendo que experimenten cierto grado de frustración y comprendan que no todo gira a su alrededor.
Enseñándoles y promoviendo el valor del trabajo y el esfuerzo.
Fomentando la autonomía y la responsabilidad. Estableciendo tareas y obligaciones adecuadas a su edad.
Potenciando el respeto y favoreciendo el desarrollo de la empatía.
Favoreciendo una comunicación adecuada en casa.
Ayudándoles a detectar, expresar y manejar sus emociones.